Nunca estamos más vivos que cuando nos equivocamos.
Nos enseñaron que todo lo que no nos sale bien es fracaso. Y no. No.
No puede ser fracaso de ninguna manera lo que nos hizo lo que somos. No puede ser fracaso lo que en su momento nos llenó de adrenalina y nos hizo querer más, querer mejor, querer a otros. A querer.
El miedo a equivocarse paraliza, mata.
Te lo digo yo, que ya fracasé y le erré de todas las maneras posibles. Que tengo más errores que los estados de Facebook de los pibitos de 15 años.
Porque equivocarse es como subirse a cantar en el karaoke a sabiendas de que lo podés hacer muy mal. Y seguramente lo vas a hacer mal, pero nos vamos a cagar de risa. Y mañana nos vamos a acordar y vamos a reír de nuevo: de la vergüenza, de los alaridos, de lo mal que cantamos. Es decirle a un pelotudo "Dale" y saber muy en el fondo que ese "dale" te va a costar caro, que te va a doler.
¿Qué habría sido de nosotros si el pelotudo de Colón no se hubiese equivocado buscando las Indias?
A lo mejor nos encontraban los ingleses y hoy seríamos un pueblo de dientudos colorados.
"Mirá si me dice que no. Mirá si no me quiere".
Si te dice que no, si te dice que no te quiere, como máximo la vas a pasar mal un rato.
Reivindico el error como manera más sencilla de saber que algo se mueve adentro nuestro. Como un test de vida.
Porque odio la idea misma de mantenerme en una llanura eterna llena de seguridades y aciertos cuidados.
Porque me he enamorado de errores ajenos que fueron hombres y mujeres que me importaron.
Me animo al error propio y apoyo el error ajeno.
Porque sí.
Porque puedo.
Me animo al error propio y apoyo el error ajeno.